La bruma, los bosques, el mar, las piedras, los ríos,... todos son fuente para historias míticas que se repiten a lo largo del tiempo, generación tras generación. La frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos no existe. Ellos se hacen presentes en cada momento, en cada lugar. Con la Santa Compaña vagan los difuntos por los caminos penando y sumando almas a su cortejo. En las cuevas habitan seres monstruosos que guardan tesoros y riquezas inalcanzables. Cada castro, cada petroglifo,.cada dolmen tiene su hada o su moura que guarda secretos que sólo, en la noche de San Juan, se exponen a los ojos de los mortales. El fuego de la noche del 23 de junio purifica los males del alma dando paso a la estación de la vida. El Samaín inaugura la estación oscura, donde el mundo de los vivos se confunde, entre la niebla, con el más allá. Aquí llegaron santos mártires en sus barcas de piedra, llamados tal vez por la Sirena que habita en las aguas del Finisterre. Romeros que peregrinan a Compostela conocen la ayuda milagrosa para continuar su viaje. Gallos que cantan antes del amanecer prueban la inocencia del peregrino. Los que van a Teixido se cargan de amuletos protectores. Las fuentes milagrosas, las olas de A Lanzada, algún peñasco perdido en el monte garantizan la fertilidad y la descendencia.
En la tierra del ocaso todo tiene su significado. Gallaecia guarda una cultura ancestral que se descubre ante nuestros ojos a poco que nos fijemos, que pervive en el tiempo, que humaniza un paisaje, a veces duro, otras amable.
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